Donde el cielo va pa' morirse
Un jugador de grandes apuestas y pocos fondos se entromete donde no debe
-Se trata de la confianza, amigo. Ahora lárgate antes de que te eche encima los perrodiablos infernales.
A Bob 'le Flambeur' Autier no le sirvió de nada que tuviera un aspecto atractivo y distinguido con un traje cruzado, una corbata de seda, cierre de cuello dorado y cabello plateado peinado hacia atrás bajo un elegante sombrero de fieltro. Simplemente no pudo entrar a El Cielo de los Famosos y, en consecuencia, tenía que quedarse en El Infierno Plebeyo con todos nosotros, los demás pringaos ordinarios.
Había intentado engatusar al portero con quejas y protestas, y también había intentado con amenazas y sobornos. El portero era un demonio de bajo rango, asignado como guardián de este portal literalmente desangelado como castigo por quién sabe qué pecado de infracción diabólica. Teniendo en cuenta lo que el personal del infierno hacía aquí cada día, a Bob le costaba imaginar lo que se podía considerar una transgresión en este sitio.
Finalmente recurrió al asesinato. No es que fuera muy elegante, pero el tiempo era esencial. Sopesaba los riesgos y beneficios y descubrió que, en realidad, no había ningún inconveniente obvio en el impensable acto de la matanza. ¿Qué le iban a hacer, enviarlo al infierno? Siempre llevaba una navaja, un vestigio de su etapa en el Gran Reformatorio. Allí había pertenecido a la élite de los tipos duros, una clase selecta de chicos guapos con un gran parecido a George Raft, que desprendían un aire tranquilo de amenaza y confiaban en su maestría de la praxis de la violencia.
Ahora tocaba utilizar esa destreza como llave al territorio inaccesible de El Cielo de los Famosos. ¿Y por qué no pudo entrar de otra manera? La pista está en el nombre, idiota. Es que Bob no es famoso. A pesar de ser un tipo sólido y respetado en el Gran Reformatorio y también el las lluviosas calles de Montmartre, donde hasta los polis pronunciaban su numbre con afecto, no era de renombre. No era un enchufado de los selectos del mundo criminal, ni un Capone ni un Gotti, solo un triste Don Nadie como tú o como yo, a la hora de la verdad y cuando los hechos son los hechos.
No hay nada complicado en la violencia, una vez dominada la maña de no importarse la repentina intimidad que implica. No es ningúna jodida ciencia espacial, coño. Bob simplemente apuñaló al demonio en la garganta una docena de veces, así: tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk-tschisk.
Tschisk. Una vez en el tórax. El demonio se desplomó, ¿como no? Y así de sencillo, el portal quedó libre. Como se comentó anteriormente, no es la ciencia espacial. Mantener el traje limpio, libre de manchas de sangre y trozos de carne, es la parte más complicada.
Al otro lado del portal, Bob sintió que había llegado. Como si su suerte hubiera cambiado, como si él fuera a ser el enchufado que siempre había sido destinado a ser. Mantenía la mente enfocada en el caso, en su búsqueda de La Gran Ballena Blanca. En el hecho de que realmente no pertenecía aquí, que era un impostor, un farsante. En que su parecido con George Raft sólo le llevaría hasta cierto punto. La ingenuidad y la astucia callejera, l'esprit de la rue como se decía en Montmartre, tendría que servirle para poder llegar hasta el final.
Atravesó la amplia extensión del gran vestíbulo donde la enorme escalera barroca de mármol y oro conducía al Estrato Divino. Tenía que seguir recordándose a sí mismo que no debía mirar a Lauren Bacall, a Hugh Hefner, a todos aquellos cuyos rostros sí conocía pero que los nombres no podía recordar del todo. Bob se aseguraba constantamente que sí pertenecía aquí. Era George Raft.
Al pie de la Gran Escalera había otra entrada acordonada. El Dios de los Famosos no es otro que un obsesionado de los círculos de recompensa y castigo, donde la iniciación a otro nivel más de deleite extático o de tortura insoportable se reparte a medida que la jerarquía se muta y se reajusta, de acuerdo con algún esquema imposible de percibir o alguna estructura divina ultraesotérica.
Sin embargo, los ángeles no tienen el ojo tan avisador como los demonios. Los ha vuelto flojos y desatentos la exposición constante a los holgazanes elegidos del cielo. Lo que implicaba que lo único que Bob tenía que hacer para pasar el cordón y entrar a la Gran Escalera era aferrarse al brazo de Verónica Lake cuando pasaba.
Lo que hizo con una sonrisa carismática y un elegante saludo del sombrero quitado. Pronunició las palabras ¿Me acompañas, artimañas? con tanto encanto y aplomo que la Senorita Lake no tenia otra que pasar codo a codo con él. Al menos el tiempo suficiente para pasar al ángel vigilante del cordón, que se encontraba ocupado en mirar al espacio y hurgarse la nariz.
Sus divertidas bromas le resultaron muy útiles en el viaje por las escaleras celestiales, que el Dios de los Famosos había realizado con un corte-y-pega del trabajo de Powell y Pressburger. Verónica quedó encantada con él y no lo tomó por un recién llegado sino por un famoso experimentado que merecía plenamente el acceso a aquellos niveles superiores.
Cuando llegaron a la cima, Bob ya había conseguido una cita. Sin embargo, su mente todavía estaba muy concentrada en su misión, y ahora Verónica, psicopompa involuntaria, fue descartada sin contemplaciones mientras Bob se dirigía directamente hacia donde sabía que estaría la Gran Ballena Blanca.
-¡Melville!
-¡Bob!
Melville no había previso su llegada aquí, calculando que Bob no era un Delon o Belmondo con la posibilidad de entrometerse en los círculos superiores. Bob hizo la conocida maniobra mano-pistola-en-el-bolsillo, con el razonamiento de que los trucos clásicos le habían funcionado a la perfección hasta aquel momento.
-Melville, ha llegado la hora de terminar con todo eso. Deme la Gran Ballena Blanca.
-Dicho objeto ya no tengo. Y de todos modos ha perdido totalmente su valor.
-¿Qué quiere decir?
-Ha sido profanado, mancillado, mon ami. El mero concepto de la intriga que representaba ya no cuenta en el mundo en que habitamos, que ahora solo consiste de la autoreferencia irónica - introspectiva hasta el esfínter anal - el pseudoconocimento, y una obsesión paradójica de entregarse a la subversión de las expectativas mientras se genera un sinfín de producto homogéneo. La Gran Ballena Blanca ha sido estangulada en los cordones de los arpones de su propio lore, lo que no deja de ser irónico en si mismo.
Al no ver otra salida, y echando su último y más arriesgado apuesta, Bob disparó a Melville con su pistola/dedo. La bala destrozó el craneo de Melville, y ese cayó al suelo conjeturalmente muerto.
La última vez que se vio a Bob, estaba intentando girar su puño en el bolsillo de la chaqueta para apuntar a la cabeza, allí de pie en medio del vasto suelo de mármol, buscando dirigir la violencia irónica hacia si mismo, pero todo en vano.